jueves, 12 de febrero de 2015

DE NOVELA NEGRA





Ha caído en mis manos, como por casualidad, Bartleby y compañia de Enrique Vila-Matas. Es un libro que explora, en clave literaria, la existencia de esos otros Bartlebys que pululan por esos mundos sin dioses y que pasan absolutamente desapercibidos para sus congéneres. Son los que siempre tienen a punto el preferiría no hacerlo que hizo famoso al personaje de Melville.
A las pocas líneas de comenzar el libro hay una fecha -8 de julio de 1999-, que inmediatamente me retrotrajo a otra que sucedió diez años antes, por redondear, aunque tal vez fuera un año más. Aún quedaban, por lo tanto, doce años para que Vila-Matas alumbrará su Bartleby y compañía. En aquel entonces (1989) regalé un ejemplar de Bartleby el escribiente a un amigo que padecía el mismo mal que el protagonista, o al menos uno muy parecido. Mi amigo escribía, y como todo escritor, dudaba de su capacidad literaria así como de la calidad de sus escritos. He de reconocer que no le faltaba razón. Muchos días, más bien debiera decir noches, nos obsequiaba con coñac barato mientras sacaba de una carpeta de cartón azul con gomas unos cuantos folios escritos a máquina, y se dedicaba a leernos con fruición lo que su mente había pergeñado en otras noches al calor de unas copas de sol y sombra. En su obra, plagada de frases de indudable calidad literaria, pero plagiadas de autores como Borges, Cortazar, Faulkner, o el mismísimo Kafka, no había nada extraordinario. Era una ficción sin ficción, una literatura apócrifa y deslavazada, sin sustancia. Una noche, quizá la mejor de su vida, nos contó una historia que le había sucedido, al desdichado no se le ocurrió escribirla, se limitó a narrarla de viva voz.
Durante un corto periodo de tiempo trabajó para un detective ciego. El buen hombre le encargó la misión de investigar unos barcos anclados en el puerto de un alegre pueblo costero en el Levante español. Mi amigo, diligente, obtuvo lo que el viejo Tiresias le había encomendado; todo ello sin que mediara contrato laboral por las partes. Así que, muy ufano del buen trabajo realizado, le presentó las facturas con los gastos esperando la devolución del importe y una generosa gratificación. Pero, por una vez en su vida, se adelantó al poder profético del adivino, y antes de salir de casa guardó en un sobre el ejemplar que le había regalado de Bartleby. Una vez terminada la charla y comprobado que el ciego detective era más bien una versión moderna del avaro de Moliere, sacó del bolsillo de la americana el sobre y lo depositó con cuidado sobre el escritorio. Los ojos del ciego se movían con cautela, como adivinando los movimientos de sus manos. Junto a él, a modo de lazarillo, una señorita permanecía de pie. Una leve sonrisa asomó en su rostro cuando mi amigo le hizo una señal que indicaba que se lo entregara cuando hubiera salido por la puerta. Nunca supo si llegó a leer el libro, pero confió en que al menos le leyeran el título y le explicaran el argumento, en particular la frase que le ha dado fama hasta nuestros días. 

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