jueves, 22 de enero de 2015

LOS SALVAJES



Pensaba en jugar un poco con las palabras antes de comenzar a escribir ésto que lees. Jugar con la concentración y seriedad que emplean los niños en sus juegos. Esa sublime imagen de cuellicortos embadurnados de barro en un día de verano, mientras se afanan en reconstruir el dique por el que se les escapa el agua. O con la maldad empleada en afilar la punta de la peonza para partir, en su turno de tirada, la de cualquiera de los otros que no tardarán en aprender la misma jugada. Así es como quería empezar el texto. 
Algunos de aquellos niños crecieron un poco salvajes, o talmente salvajes en algunos casos. No sé si emplear el pasado o el presente... Suelen crecer en contacto con la Naturaleza, corretear a sus anchas entre el sotobosque, y emplearse a fondo con la observación e imaginación. Están solos. Por primera vez se dan cuenta de que su hogar, donde les espera la comida, se encuentra a la distancia suficiente para que en el camino de vuelta les pueda suceder algo peligroso. Sienten miedo. ¿Y si se cayeran y no pudieran levantarse; les oirían si tuvieran que gritar; cuánto tardarían en salir a buscarles?, son algunas de las cuestiones que, veloz, se plantean sus mentes ávidas de conocimiento. Al instante recuperan el sentido de la realidad, viéndose y sintiéndose a sí mismos en pie, vivos, sólidos y enteros. Libres. Por éso, cuando miran el vuelo de las aves sobre sus cabezas sienten envidia de su punto de vista, de la perspectiva que posee el ojo del águila, de su agudeza; y sin cerrar los ojos vuelan por un largo instante con ellas y las comprenden con la serenidad del roce del viento en las alas. 
Esa libertad salvaje permanecerá con ellos el resto de su vida, y, ¡ay! del incauto que pretenda sosegar su ímpetu e ira, porque es el triunfo de la vida sobre la muerte lo que está en juego.


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